Entrevista: Su nombre no es problema es Keren Ann

Una de las artistas que renovaron la escena de la canción folk en Francia hace casi una década acaba de lanzar 101, su sexto disco –editado en la Argentina–, en el que describe relatos de crímenes con un fino humor negro. Hora de conocer a Keren Ann, música solitaria y superdotada.


No tiene que ver con los dálmatas. Es la cantidad de pisos de un rascacielos de Taiwán –el Taipéi 101– lo que inspiró a Keren Ann a la hora de titular su nuevo álbum. Un número palíndromo, que combina perfectamente con el andar de esta música cuya vida es un eterno volver a comenzar, una sucesión de puntos de partida, de idas y vueltas.

Con un estudio personal instalado en cuatro metrópolis (Nueva York, París, Reikiavik y Tel Aviv), Keren Ann es una viajera solitaria y una música hiperactiva. Además de realizar sus propios discos, participó en los de Emmanuelle Seigner y Sylvie Vartan y compuso la banda sonora para una película (Thelma, Louise et Chantal), mientras se dedica por estos días a escribir una ópera clásica.

Un decenio después de la obra hecha a cuatro manos, armada por Benjamin Biolay para Henri Salvador, encontramos entonces a Keren Ann con algo nuevo hecho en casa. Sexto momento de una discografía sin pasos en falso, 101 se develaba previamente con un simple sugerente. Electrónico, transparente y puro como el agua de la fuente, My Name Is Trouble abre esta selección elegante, que deja en claro cómo su música se aleja de la aridez folk de sus comienzos para explorar climas cambiantes y tempestuosos, pero sin perder en el camino el pudor magnífico que posee desde los primeros arpegios de La Biographie de Luka Philipsen (2000). Capas de arreglos, orquestaciones de orfebre, coros en estado de ingravidez: 101 es un disco fascinante y sombrío. Un álbum con estratos que visita a los fantasmas velados de la música y la muerte, pero que un curioso humor negro, tanto en los textos como en el arte de tapa, viene regularmente a corromper.

ENTREVISTA 

101 es tu sexto álbum publicado en diez años. ¿Cómo te llevás a esta altura con lo que implica editar un disco?
 Keren Ann: Me siento muy bien porque ya estoy ocupada con otros proyectos. Trabajo en la escritura de una ópera clásica, Red Waters, con Bardi (Johannsson, el músico islandés con el que comparte el proyecto Lady & Bird), que estará en escena en Orleáns y luego en Caen y en Rouen. Ahora que el single ya salió, estoy impaciente por que el álbum aparezca, porque siempre proyecto mis discos como obras completas, en las que cada título tiene su papel y el orden de las canciones tiene un sentido.

¿Cómo te inspiraste para crear el universo de este álbum, que es bastante oscuro comparado a los anteriores?
Cada disco tiene que ver con lo que vivo, y no necesariamente con el momento de la composición: a veces, algo del pasado vuelve. Pero es personal. 101 me permitió desarrollar cierto humor negro, una mirada que se desplaza sobre los dramas de mi vida. Digo “drama” aunque no me guste mucho esa palabra, ya que aprendí a aceptar lo que me pasa. Quizás debería más bien hablar de obstáculos.

¿Te refieres a la muerte de tu padre?
No fue tanto su muerte como su enfermedad la que me inspiró. Yo era una verdadera nena de papá, siempre tuve una mirada y unos sentimientos muy fuertes por este hombre que me enseñó muchísimas cosas. Estar cerca de él durante la enfermedad, durante su pérdida de peso, seguramente tuvo un impacto en mi creatividad. Hay que mantenerse muy fuerte, estar ahí para alguien a quien queremos, acompañarlo. El desfasaje entre la fuerza que encontré en mí en ese momento y la dificultad de vivir este tipo de cosas me permitió escribir sin hacerme tantas preguntas, sin querer saber si era poético o no. Antes me preguntaba cien veces si tenía que enriquecer un título, alivianar otro. Cuando se está cerca de la muerte, es como si se estuviera drogado. Nos permitimos muchas más cosas.


101 no es un disco totalmente sombrío…
Me gustan los matices, los equilibrios: si la canción es sombría, el tema será más liviano. Es lo que me llevó a desarrollar el arte del álbum, ese costado dark con la sonrisa en los labios… Siempre me gustó el humor negro, esa forma del cine estadounidense de contar los dramas de forma simple y accesible, como Hitchcock o Tarantino. Me gusta esta forma desfasada de hablar de la muerte, del crimen, de la sangre. La escritura permite esa fantasía: ponerse en la piel de cualquiera, incluso en la de una persona capaz de asesinar. No elijo héroes que sigan el camino recto; me puedo emocionar por cada forma de ver las cosas, la vida, la muerte. Y además me gusta el romanticismo, la poesía de los gánsters, la fascinación que puede provocar la lectura de un texto de Bonnie Parker. Eso es algo que está muy presente en el cine, pero también en la música. En Lee Hazlewood encontramos esas intrigas, esas historias de cowboys, esos criminales enamorados…

Apareciste al mismo tiempo que Benjamin Biolay. Él se volvió un personaje público, pero de vos, en cambio, sabemos muy pocas cosas.
Preservo mi vida privada. Develo emociones y fantasías en mi música, pero eso no dice nada oficial sobre mi vida personal. Creo que no es de la incumbencia de nadie. Quizás esta opacidad también se relaciona con mi modo de vida nómade: me cuesta quedarme más de seis meses en el mismo país, estoy siempre en movimiento. Necesito partir, viajar, tener una vida frívola.

La última canción de tu disco es una sucesión de 101 referencias y recuerdos. ¿Por qué ese número?
Primero, está el salmo 101 de la Biblia, que lleva mis iniciales y me interesa mucho. Y después, un día, en Taiwán, me encontré en el piso 101, último piso del rascacielos Taipéi 101. Cuando te encontrás en lo alto de un edificio como ése y mirás el sol, podés fácilmente imaginar lo que sucede en las calles, allí abajo. Me emocionó ese desfasaje entre los grandes boulevards y las pequeñas calles, con todo lo que eso deja adivinar de las historias escondidas. Al bajar cada piso, tuve la idea de un recuento. La idea, entonces, era encontrar un recuerdo relacionado con cada número y, cada vez, provocar una emoción. Esto concierne tanto a las referencias personales como a las cosas universales, como los famosos quince minutos de fama de Warhol. 



Administrar un estudio, producir tus propios discos, coleccionar instrumentos… Tu universo es más bien masculino. ¿Te sentiste sola en ese mundo?
Desde el comienzo invertí en los micrófonos, los compresores, los amplificadores, las máquinas, los efectos y, claro, las guitarras y los teclados. Así llegué a encontrar mi sonido. Efectivamente es un universo bastante masculino, te cruzás con pocas mujeres. Le doy mucha importancia al aspecto técnico, al sonido de los discos. La habitación, la altura del techo del estudio en el que grabo, el sonido de la batería, todo cuenta. El sonido es tan esencial como la escritura o la composición de una canción. Es una elección estética, panorámica.

Componés y produces sola. ¿Es fácil ser tu propia jueza?
Aprendí mucho haciendo proyectos para otros. No ser el centro es algo que se aprende rápido. También hay que encontrar un equilibrio: ser a la vez artista y productor, saber diferenciar los roles. Cuando se trabaja para otros, se ve muy rápido lo que no funciona. Para uno es menos evidente, hay que tomar distancia. Sin embargo, el ejercicio no es esquizofrénico, porque todo es consciente. Todos, creo, tenemos la capacidad de desdoblarnos en la vida. Yo también me ocupo de mi sello, de mi negocio. No tiene nada que ver administrar un presupuesto de una gira con hacer los arreglos de una canción. Es una capacidad sintomática de una generación: la mayoría de los artistas con los que me codeo en Francia, en los Estados Unidos o en Islandia no tuvieron otra opción que desarrollar ese lado do it yourself. En general son personas que tuvieron que construir su propio imperio, siendo tan competentes en el estudio como en la gestión de su carrera. Me parece que se volvió indispensable, en el contexto de la industria del disco, saber hacer las cosas solo.

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